Sobre la producción en serie del Infierno

Escribo esto de manera cruda; quiero decir, sin digestión. No me alcanza la lucidez para pensar en algo como lo que he visto. Las imágenes de lo acontecido ayer en el estadio de Querétaro transmiten una sucursal del Infierno. Con frecuencia uso el adjetivo “atroz”; quisiera no haberlo hecho nunca ahora que no hallo una palabra lo suficientemente especial para describir lo inenarrable, lo inédito, este acontecimiento abominable. Concebía escenas así en la guerra; acaso las figuraba en búfer mi imaginación. Pensé que una violencia de esta calidad demoniaca se hallaba mediada por una declaración de estado, un enunciado bélico y algunos propósitos —si no sublimes— que comprometían por lo menos cierta relevancia histórica o política, aunque fuere pasajera. La presuponía quizá en asesinos determinados, con procederes oscuros e impublicables; con la vocación sórdida de generar un dolor cuya materia sería “naturalmente” reacia al aire libre. La de ayer en medio de cualquier cosa, porque sí, es una violencia cuya pornografía no es meramente lesiva al ojo humano sino que desintegra el pensamiento. No se puede poner la razón en este tema, hacerla oscilar sobre este muñón cercenado del abismo, sin salir ileso, quedar sucio, dañado —lo estoy, y pienso que hasta quizá es mi trabajo. No puede pasar algo así sin que mi silencio se comprometa ni sin que mi voz, cuando la emito, resulte sanguaceada. Estas palabras están teñidas virtualmente por una mierda que secretó el espíritu una vez vilipendiado con ese frenesí. (Hay cierto enseñoreo de lo satánico sobre la realidad y quienes vivimos en ella, cuando ha pasado algo como ayer, o aún).

Quería evitar las siguiente líneas, pero también quería decirlas: precisamente porque no las puedo evitar: no pensaba en ello desde hace mucho, pero ello venía a mí de manera recurrente mientras miraba los videos. Alguna vez yo presencié un espectáculo —no es un espectáculo— de tauromaquia, y sentí: “No hay un ser que merezca ser asesinado(,) si no es con esta liturgia. Sólo una belleza en el tratamiento y la administración de la muerte así, puede perdonar el hecho de arrancar la vida”. Esa ceremonia me hacía ver que la muerte no podía darse sin consagración; si fuera estrictamente necesario, acaso sólo cabría extinguir la vida de otro con ese puntual denuedo. Esa mortífera delicadeza la quisiera para mí: dado el caso. La vida casi se volvía divina; la muerte se volvía. Es demasiado posible que yo esté muy equivocado. Pero, más allá de las sujeciones animales a los que me ata la sangre y de esa impresión ante algunos paisajes de los que cada vez quedan menos —o son muy caros de ver o no queda tiempo de ejercitarse en admirar—, sólo en ese acto de la vida real, y en las potencias inmateriales del arte, he hallado a veces la divinidad de la vida. Y el punto en esto es que, si la vida no es divina, si los seres vivos no tenemos una dimensión sagrada: ¿cómo hacerlos respetar de veras, y para qué? Más allá de esta función.

Por encima de las repercusiones legales —que pierden, como lo hacen en nuestro país dominado por la impunidad, vigencia—, y más allá de los deberes cívicos que difícilmente serán aquilatados per se, si no se tratan de o están ahí a propósito de seres por los que valga vivir y morir… para qué querríamos democracia, de veras, por ejemplo. Señalo esto en un punto de la historia de nuestra sociedad en que el capital ha cumplido con fetichizarnos, con hacernos objetos y maquinalizarnos; donde la substancia de las personas ha sido colonizada por la frivolidad y la estupidez. Los grandes temas y las inmensas preguntas celestes han sido relegadas al paredón de la denostación, del ocio y la futilidad; ahora es risible para muchos aquel que espera alguna verdad de las cosas y padece un más o menos sutil misterio ante la existencia por el cual perder el sueño, maravillarse o seguir preguntando a los vivos y a los muertos a través de sus obras y la memoria que les queda. Es cierto que las personas que nos dedicamos a la filosofía y a las artes, a las ciencias del espíritu, hemos permitido que se nos restrinja a un plano deleznable, y es cierto que ha sido un error —también el que lo hayamos permitido. Les hemos fallado, por dejar vacante el primer orden: como si los técnicos y los comerciantes (es decir los tecnócratas y los administradores) pudieran ejercerlo… ¡Pero miren lo que han hecho! Y qué hemos dejado de hacer, nosotros. Una modestia cómoda que nos resulta cara a todas y todos. La mayoría de la existencia como se la proyecta y pasa por estos días de veras no tiene sentido: y el sentido, su plural manifestación, ha sido nuestro producto y obra. (No sé si lo sagrado es una facultad del sentido o viceversa; pero alrededor de ello han trabajado los míos). El sentido —sépanlo— es nuestro trabajo, es nuestra creación.

Tenemos que señalar ya la estupidez y a sus grandes criminales. Las vidas —y las muertes— pauperizadas y alienadas por el capital y los señores y las señores atroces e infernales que se sirven de consignar al mundo a esta miseria, no se han contentado con robarnos el pan y la tierra, sino que para seguir haciéndolo cada vez más han erigido todo un sistema dedicado a fomentar la estupidez y el sinsentido: a favor de que no haya algo por qué luchar. Una vida estúpida no busca lo que se merece como vida divina; se destruye antes, como ha venido pasando cada vez más.

Sí: sí hay muertos. Sí: sí hay culpables. No son sólo las y los asesinos in situ sobre el campo: ellos son piezas sustituibles, existencias preconfiguradas para que sus fuerzas, cuerpos y sus crímenes abonen los placeres de los dueños; ellas son personas despojadas de su humanidad casi de antemano, fabricadas en serie para existir así. (Tal vez si no me hubiera topado con la poesía, por error, yo hubiera sido uno de ellos). Pero se trata de quienes se arengaron los medios y la potestad para producirnos de esta manera vil. Muertos, hay culpables. Son los dueños de la pobreza, los administradores de la frivolidad y de la estupidez. Todas y todos esos que contribuyen a brutalizar la vida, a hacer ver y sentir la vida como algo banal, baladí. Superficial: el cadáver de un joven desnudo al que le han sacado los ojos sobre el césped y los manchones de cal que dividen el campo, un sábado a media tarde, ante cientos de hombres, mujeres y niños; riendo, y grabándolo —al horror.

Que no los muertos: sino esas ex personas usurpadas, poseídas por la explotación que aquellos crearon y la estupidez que se empeñan en multiplicar, pesen sobre el alma de las y de los dueños. Porque, señoras y señores, esos asesinos son todos suyos.