(Como lo vi te lo digo)

Soy sinestésico y, a ciertas horas —sobre todo, a cierta temperatura—, siento que el agua que sale del grifo es una materialización de silencio. No importa que el agua silbe, sólo lo agudiza; con él lavo mis manos del ruido que toqué o ya no tengo otra sed. No puedo dejar de creer que es silencio vertido.

Monterrey 24. Entropía y maximización

Hace unos años fui invitado por el escritor Luis Felipe Lomelí a prologar el libro Monterrey 24 (UANL, 2018), que presentaba la buena idea de invitar a veinticuatro escritorxs del noreste a narrar, en su visión, alguna de las tantas horas del día. Por cuestiones académicas, recientemente volví al texto, permitiéndome hacer apenas cambios muy ligeros en la redacción y, los mayores, en la revisión y actualización de las fuentes en que sustentaba los “datos duros” de este ensayo —la mayoría concentrados en el cuarto párrafo; las añadidas son las fuentes posteriores a 2018. Creo que a la sombra de los acontecimientos actuales en el área metropolitana de Monterrey, los que continúan sucediendo de los entonces señalados y los eventos que se han sumado en muy poco tiempo, el texto cobra otra relevancia y gana alguna nueva y malagüerada vigencia. Sobre todo ahí donde señalé la cuestión de los múltiples hypes que concurrían simultáneamente en este mismo espacio georreferenciado y a los que identifica el signo común —aunque fragmentario— de su maximización. Siento que esa reunión de intensidades es una efigie de la gran colisión: ojalá esté equivocado.

CRUZO LAS PÁGINAS IGUAL QUE UNA MANECILLA LOS SEGUNDOS y leo por esa impronta en que, literalmente, la luz recorre la sombra sobre las aceras, dobla las esquinas y toca las puertas. En algún punto he salido a mirar a las personas por la calle: pienso que viven como las palabras en la página. Sé que cargan muchas más palabras consigo de aquella con la que están hechos y que, si por un momento fuera posible expresar a la vez cada una de sus historias, la ciudad sería insuficiente y su materia estallaría ante el puro sonido de todas juntas.

Monterrey 24 es una esquirla generosa de esa potencia; sostenemos el rayido de su ráfaga, y aun lo abrimos para atisbar su naturaleza visceral y rauda. En cierta proporción surcamos así de rápido la ciudad y también nuestro paso y pasado por ella continúan silbando sin nuestros nombres en el lugar que dejamos para que ocupen los demás. Así arribamos alguna vez con el impulso todavía que arrojaron quienes nos precedieron, como tras ese viento que dejan los tráileres en carretera —llano y vía a la civilización. Qué hay de esa ánima precursora y de naturaleza (por lo menos) doble: otra capital orgullosa, a un grado casi chauvinista, de su estatus regio y nutrida en su mayoría por migrantes o hijos o nietos de migrantes, y una periferia casi netamente nuevoleonesa —lo que eso signifique— abandonada a su suerte por el centralismo regiomontano: a imagen y semejanza del que la Ciudad de México ejerce con el resto del país. Al punto estamos hablando de una casta ambivalente que apremia más imaginación; esta estirpe forjada en la crisis (también en la de nuestro clima mutante), a la que sostener y perpetrar cuesta arrojo y esfuerzo, a veces uno que mortifica. El desierto mentado, y el mentido, es el de esta identidad.

Como si el espacio fuera una cosa que se jalara o acarréase de un lado contra otro, pero no eso abundante por doquier, Monterrey va y viene según el tráfico y la índole de sus poderes y aquellas taras suyas en disputa. Los cinturones de miseria ganan grosor a costa de refundirse en su arraigo y perder todavía consistencia: atomización en vivo de una bomba de tiempo que hace rato explotó. Crece la distancia ante la altura hegemónica y reducida hasta el punto idóneo de lo cuasi-invisible desde aquí, pero hiperdenso, inexpugnable y con una violencia de influjo descomunal en una metrópoli donde la clase media comienza velozmente a desaparecer. Atestiguan ese blur los relatos de estas prosas en que se traspapelan marginales con el mismo rostro barrido y herederos de la lumpenburguesía post ochentera, ex júniors de look fluorescente y peinados crepé destinados a refrendar sus orígenes pronto, con su descendencia, ante el ascenso triunfante del narco y su (re)infiltraje a las fuentes de poder de las cuales fue un vástago bastardo. (Droga como metacapitalismo: el circuito se mantiene cerrado). Así, no es casualidad que en las historias se repitan como trauma o loop, ritmo con glitches: las desapariciones1, ausencia que llama de vuelta o la más dolorosa especulación, y la figura de la empleada doméstica2, testigo silencioso y familiar lleno de secretos, como bisagra y paradigma frágil pero sustentante de uno y otro estrato.

Los nuevoleoneses vivimos bajo ésta o la otra a carga que nos repele, a la que cumplimos con repeler y cuya caricatura es la hostilidad enamorada que mantienen sendos equipos locales: amasiato que también frecuenta varias de estas prosas y consuelo que hace pensar (orden constante desde los telediarios) que lo mejor que nos divide es un juego. Ese juego es tomado por la gran mayoría de sus habitantes con una seriedad absoluta, sobre todo si se le compara con la que dedican a la política que ha hecho de mi estado, recientemente y a la vez, uno de los más violentos de México (González, 2017) y el que detenta los mayores índices de migración (García, 2016), el del primer lugar en accidentes viales (Cubero, 2017; Del Toro, 2021) y la sede de la favela más grande de toda Latinoamérica (Flores, 2013). El estado que durante siete años consecutivos ha sido el máximo desarrollador inmobiliario en el país (Expansión, 2020) tiene una capital que, según cifras de la Conapred, se hizo con el primer puesto como la ciudad más discriminativa de la República (Petersen Farah, 2011) y, poco después, se reiteró como la más intolerante ante personas indígenas y homosexuales (Ochoa, 2014); la que ostenta el “Primer lugar en casos de obesidad en México” (2015) y el mismo podio en consumo de fast food (UANL, 2015); la ciudad más cara de este país (Castillo, 2017) y la más contaminada (Anguiano, 2018) pero, también, la misma en cuya área metropolitana se ubicó hace poco el “municipio mexicano más feliz” (Campos Garza, 2013). Nuevo León reinicide como una entidad con la más alta deuda pública del país (Grupo legislativo, 2013; Pérez Valtierra, 2018; Gómez, 2021) y, mientras, ha tenido cinco entidades en el top ten nacional de ultracrecimiento (Reyes, 2016) —Pesquería, una de ellas, con una tasa del 318 por ciento en tan sólo un lustro–, fue escenario del Fórum Universal de las Culturas en 2007 en el mismo año de arranque de la Guerra del Narco (Pardos Veiras & Arredondo, 2021), y desde entonces también ha ocupado los puestos principales en el competido ranking nacional de la barbarie. La mayor masacre contra inocentes en México de los últimos años se dio aquí con las 52 personas asesinadas en el Casino Royale (El País, 2011), y lo ha hecho en tres ocasiones (una mayor a cada previa) en cárceles por los 44 reos asesinados del penal de Apodaca (Garza, 2012), los 49 asesinados del penal de Topo Chico (Martínez Ahrens, 2016), y los más de 50 asesinados del penal de Cadereyta (Campos Garza, 2017), municipio donde apenas cinco años antes tuvo lugar una de las más hórridas ejecuciones de migrantes: 49 torsos colocados como instalación de arte-horror en la cabecera de San Juan (La Jornada, 2012). Al mismo tiempo, y quizá respondiendo por eso, Nuevo León es el estado que posee tres de los cinco municipios (Palma, 2021) más ricos de México y el primer lugar en generación de empleos formales (Herrera, 2021). Así, estamos en el sitio oportuno para que sucedan las cosas: un lugar ideal para vivir y en el que resulta más accesible hacerse de la muerte. 

Sí, esta ralea apremia más imaginación. La distancia social y el hype ensanchan las arterias regiomontanas a expensas de un río seco que sólo colma el huracán; vivimos para mantener una polaridad y un extremo por los que no sabemos si vale la pena morir, pero empeñamos los días en ello. Aquí hay 24 horas ejemplares: ojalá que para vislumbrar una respuesta al panorama que dejan elucidar o, mejor, para plantear las preguntas vitalmente conducentes, exista también esta literatura.

El saldo para este lector es una colección de relatos cuya mayoría demuestra la preeminencia obscena de la ciudad para determinar casi el destino de sus pobladores; con acaso breves o escuetas opciones que faculten el camino a un protagonismo del personaje (el individuo o, aún menos, la comunidad) incapaz de ejercer las riendas de su libertad y deseo para volcar la ciudad a favor suyo.

Salvo por aquellos textos con una vena ostensiblemente cómica, ligera (“Toda la ciudad es nuestra culpa” de Armando Alanís, y “Volkswagen rojo” de Priscila Palomares, por mencionar dos), nuestros personajes se ven reducidos por la sombra sin limar de una arquitectura brutalista que coarta casi todas sus dimensiones. Aunque ni el humor las exima de su sigilosa y contundente podredumbre (“El negro está rabioso” de Alejandro Vázquez Ortiz) o justamente acabe por exponerlas en su insolada desolación (“Hora del Angelus” de Daniel Salinas Basave).

Monterrey es territorio de un agón desproporcionado no sólo por esa glorificación deliberada del esfuerzo —fijación por aquello que nos desgasta, fetiche en la fricción, pasión al umbral de resolana—, sino por la obscenamente velada situación de guerra que la configura desde hace más de una década y determina las maneras de habitar la ciudad y evitarla. En este libro, las de contarla y descallar no sólo los asesinatos que desde hace más de una década multiplican sus números rojos y deslavan manchas de las banquetas, sino de aquellos venenos de naturaleza más inefable que han hecho simbiosis con nuestra idiosincrasia: la sumisión cómoda y cómplice, la doble moral y el aspiracionalismo porno de los desclasados que constituimos el núcleo regio.

Bajo esa alianza acaba por confirmarse, en retrospectiva pero definitivamente, aquel olfato de profeta crudo con que Joaquín Hurtado —presente en estas páginas— documentó el fin del siglo ido y el creciente “lado oscuro” que la sociedad regia se negaba a ver: pero en el que parte de ella se solazaba y al que eran expelidos los desgraciados por sistema. También, la intuición de una novela finisecular y capital como El crimen de la calle Aramberri (Valdés,1994) para poner la mira en nuestro pasado como fundación en el delito (feminicida) ante el arribo del milenio nuevo y noir por venir. Literatura que responde por alguna x u otra y de las coordenadas donde estamos. Si, por esas otras en que algo falta “logra ver el esqueleto de un edificio a medio erigir donde antes estuvo otra cosa que ya no recuerda pero que en algún momento seguramente le fue familiar”3, bienvenido: está usted en Monterrey 24.



1 El libro comienza con la que cuenta Diego Enrique Osorno y, el día, con la que cuenta Eduardo Antonio Parra.
2 Presente en el relato de Gabriela Riveros, protagónicamente, y con más o menor sutileza reiterado como un personaje de fondo común a varias de estas prosas.
3 Fragmento de “Saldo blanco”, de Elsa M. Treviño.


BIBLIOGRAFÍA


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cazador

[Hace un rato vi este video donde el gobernador caza, arrincona y acribilla una nube, y me inspiró]

el joven cazador de nubes avistó una cervatilla de cola rosada
sin dudarlo
la siguió en su jet más rápido que el pensamiento
no hizo un ruido solo como no hace el pensamiento
cuando lo piensas
el pensamiento no levanta el sonido de un pétalo porque se pone rojo

nuestro cazador tenía una misión en silencio
al desfilar el agudo páramo aéreo de Linares
no dejó detrás suyo un rayón de gis oloroso a turbosina
para seguir su rastro arriba y hacer un nudo dentro
por donde no se atrevan a volver los ángeles

él derrapó la superficie seca del azul cian con tal peligro
de volverla inflamable y hacer estallar
nomás el aire libre

fue entonces cuando la nube se detuvo
como un pensamiento
entre la piel de Dios
y la puntería del muchacho
fue ahí justo donde la nube se paró

damas y caballeros
yo he visto efervescer sobre el norte cirrostratos con furia de napalm
y he visto cómo hélices cromadas de molino hacían levitar
su noria en Montemorelos con todo y rancho —papá
yo vi fluorescer envenenada por inyecciones de petróleo
la cúpula de la noche en Cadereyta
mi sueño fue el dínamo de una bicicleta por dentro de la niebla
a la que pedaleaba Orión
pero ningún verano vi tu majestad, cumulonimbo
rendirse ante un rey armado

como si los relámpagos de Zeus tuvieran miedo de este cazador
de su cañón especial para perforar la nada y
extraer de allí recursos renovables
como si su fulgor reculara ante tijeras de punta
chata para esquilar recortes de sereno
como si mis animales fieles de voltaje desconocieran el cepillo
peinador de rayos como éstos, solares
los quebrados
entre picos de la Sierra Madre —por nosotros
raza que atardece al filo de zigzags
magenta y bronce

bang.

ya estaba pardeando cuando él la acribilló
se le hacía oscuro
la llenó de tantos agujeros que su estructura semejaba
una radiografía forense del cielo estrellado
un pequeño trueno se desprendió de sus entrañas de cuajo
sin producir un pensamiento y
se deshizo entre jirones de algodón y flashes
y unos hilos de lluvia aún caliente destrenzaron
su corona vencida sobre tu rostro y el mío
para victoria del cazador

—sí, señor

pero no alcanzaron a lavar la sangre de su presa
donde suena solo un pensamiento.

Sobre la producción en serie del Infierno

Escribo esto de manera cruda; quiero decir, sin digestión. No me alcanza la lucidez para pensar en algo como lo que he visto. Las imágenes de lo acontecido ayer en el estadio de Querétaro transmiten una sucursal del Infierno. Con frecuencia uso el adjetivo “atroz”; quisiera no haberlo hecho nunca ahora que no hallo una palabra lo suficientemente especial para describir lo inenarrable, lo inédito, este acontecimiento abominable. Concebía escenas así en la guerra; acaso las figuraba en búfer mi imaginación. Pensé que una violencia de esta calidad demoniaca se hallaba mediada por una declaración de estado, un enunciado bélico y algunos propósitos —si no sublimes— que comprometían por lo menos cierta relevancia histórica o política, aunque fuere pasajera. La presuponía quizá en asesinos determinados, con procederes oscuros e impublicables; con la vocación sórdida de generar un dolor cuya materia sería “naturalmente” reacia al aire libre. La de ayer en medio de cualquier cosa, porque sí, es una violencia cuya pornografía no es meramente lesiva al ojo humano sino que desintegra el pensamiento. No se puede poner la razón en este tema, hacerla oscilar sobre este muñón cercenado del abismo, sin salir ileso, quedar sucio, dañado —lo estoy, y pienso que hasta quizá es mi trabajo. No puede pasar algo así sin que mi silencio se comprometa ni sin que mi voz, cuando la emito, resulte sanguaceada. Estas palabras están teñidas virtualmente por una mierda que secretó el espíritu una vez vilipendiado con ese frenesí. (Hay cierto enseñoreo de lo satánico sobre la realidad y quienes vivimos en ella, cuando ha pasado algo como ayer, o aún).

Quería evitar las siguiente líneas, pero también quería decirlas: precisamente porque no las puedo evitar: no pensaba en ello desde hace mucho, pero ello venía a mí de manera recurrente mientras miraba los videos. Alguna vez yo presencié un espectáculo —no es un espectáculo— de tauromaquia, y sentí: “No hay un ser que merezca ser asesinado(,) si no es con esta liturgia. Sólo una belleza en el tratamiento y la administración de la muerte así, puede perdonar el hecho de arrancar la vida”. Esa ceremonia me hacía ver que la muerte no podía darse sin consagración; si fuera estrictamente necesario, acaso sólo cabría extinguir la vida de otro con ese puntual denuedo. Esa mortífera delicadeza la quisiera para mí: dado el caso. La vida casi se volvía divina; la muerte se volvía. Es demasiado posible que yo esté muy equivocado. Pero, más allá de las sujeciones animales a los que me ata la sangre y de esa impresión ante algunos paisajes de los que cada vez quedan menos —o son muy caros de ver o no queda tiempo de ejercitarse en admirar—, sólo en ese acto de la vida real, y en las potencias inmateriales del arte, he hallado a veces la divinidad de la vida. Y el punto en esto es que, si la vida no es divina, si los seres vivos no tenemos una dimensión sagrada: ¿cómo hacerlos respetar de veras, y para qué? Más allá de esta función.

Por encima de las repercusiones legales —que pierden, como lo hacen en nuestro país dominado por la impunidad, vigencia—, y más allá de los deberes cívicos que difícilmente serán aquilatados per se, si no se tratan de o están ahí a propósito de seres por los que valga vivir y morir… para qué querríamos democracia, de veras, por ejemplo. Señalo esto en un punto de la historia de nuestra sociedad en que el capital ha cumplido con fetichizarnos, con hacernos objetos y maquinalizarnos; donde la substancia de las personas ha sido colonizada por la frivolidad y la estupidez. Los grandes temas y las inmensas preguntas celestes han sido relegadas al paredón de la denostación, del ocio y la futilidad; ahora es risible para muchos aquel que espera alguna verdad de las cosas y padece un más o menos sutil misterio ante la existencia por el cual perder el sueño, maravillarse o seguir preguntando a los vivos y a los muertos a través de sus obras y la memoria que les queda. Es cierto que las personas que nos dedicamos a la filosofía y a las artes, a las ciencias del espíritu, hemos permitido que se nos restrinja a un plano deleznable, y es cierto que ha sido un error —también el que lo hayamos permitido. Les hemos fallado, por dejar vacante el primer orden: como si los técnicos y los comerciantes (es decir los tecnócratas y los administradores) pudieran ejercerlo… ¡Pero miren lo que han hecho! Y qué hemos dejado de hacer, nosotros. Una modestia cómoda que nos resulta cara a todas y todos. La mayoría de la existencia como se la proyecta y pasa por estos días de veras no tiene sentido: y el sentido, su plural manifestación, ha sido nuestro producto y obra. (No sé si lo sagrado es una facultad del sentido o viceversa; pero alrededor de ello han trabajado los míos). El sentido —sépanlo— es nuestro trabajo, es nuestra creación.

Tenemos que señalar ya la estupidez y a sus grandes criminales. Las vidas —y las muertes— pauperizadas y alienadas por el capital y los señores y las señores atroces e infernales que se sirven de consignar al mundo a esta miseria, no se han contentado con robarnos el pan y la tierra, sino que para seguir haciéndolo cada vez más han erigido todo un sistema dedicado a fomentar la estupidez y el sinsentido: a favor de que no haya algo por qué luchar. Una vida estúpida no busca lo que se merece como vida divina; se destruye antes, como ha venido pasando cada vez más.

Sí: sí hay muertos. Sí: sí hay culpables. No son sólo las y los asesinos in situ sobre el campo: ellos son piezas sustituibles, existencias preconfiguradas para que sus fuerzas, cuerpos y sus crímenes abonen los placeres de los dueños; ellas son personas despojadas de su humanidad casi de antemano, fabricadas en serie para existir así. (Tal vez si no me hubiera topado con la poesía, por error, yo hubiera sido uno de ellos). Pero se trata de quienes se arengaron los medios y la potestad para producirnos de esta manera vil. Muertos, hay culpables. Son los dueños de la pobreza, los administradores de la frivolidad y de la estupidez. Todas y todos esos que contribuyen a brutalizar la vida, a hacer ver y sentir la vida como algo banal, baladí. Superficial: el cadáver de un joven desnudo al que le han sacado los ojos sobre el césped y los manchones de cal que dividen el campo, un sábado a media tarde, ante cientos de hombres, mujeres y niños; riendo, y grabándolo —al horror.

Que no los muertos: sino esas ex personas usurpadas, poseídas por la explotación que aquellos crearon y la estupidez que se empeñan en multiplicar, pesen sobre el alma de las y de los dueños. Porque, señoras y señores, esos asesinos son todos suyos.