Mar del Norte. Bajo el signo de Circe

CREO QUE LA SENSACIÓN predominante a través de Mar del norte (2023) es la de hallarse encerrado en la tierra natal, la del joven* encadenado al aire libre, menos residente que preso en un territorio varado a la intemperie, y sin embargo vedado —o sentido así— para arribar desde ahí a un destino propio. A un lugar más allá de esas coordenadas-límite que menguan con el tiempo y hacia el interior: un sitio del que se ha sustraído la utopía. Estas fronteras antropófagas que se hacen tierra adentro son un avance en la batalla para ganancia del océano y en detrimento del aedo que las vive y padece como la arena —pues el de la juventud es un cuerpo hecho de eso dorado que se pierde ante el oleaje.

En mañanas como ésta
en que el amanecer no significa gran cosa
tu cuerpo invade mi cuerpo como la marea cansada
de mojar la misma piedra.
(p. 29)

En esta obra fundacional de Villarreal aún se sobreponen a su efigie algunas figuras míticas: la más explícita y mencionada a propósito de Mar del norte e incluso de José Javier es la de Odiseo. Respecto al arte de expediciones, naufragios y retornos de nuestro poeta de provincia jónica hay un texto lúcido y puntual del poeta Jorge Ortega; pero en el libro que nos ocupa alcanzan a siluetearse sobre el de Tecate, como tentativas, otros perfiles:

1) la sombra de Prometeo —a quien le debe el encadenamiento extramuros que aludí—;
2) la de una suerte de Tántalo entre dos orillas raudas: de dónde viene y a dónde va: direcciones que escapan al avistamiento del joven —cfr. al respecto un verso de “Rosarito-Tijuana”: esta tierra de sargazos que aparece y desaparece (p.36);
3) y la pasión costeña de una Andrómeda pulida hasta los huesos por lenguas de espuma cuya frecuencia acaba volviéndolas una forma lasciva del tedio —como ya lo oímos en mañana como ésta. (Una nota ajena, a propósito: según atestigua Ovidio, Perseo le dice a la princesa : “No mereces llevar estas cadenas, sino las que aprisionan a los amantes llenos de deseo”: en este José Javier incluso esas son unas cadenas inmóviles por la corrosión de su fardo).

A tal asedio literalmente incorporado —en algún verso José Javier habla de un “Horizonte cercenado” (p. 68), una descorporización brutal del punto de fuga y que recuerda a Huidobro— creo que también se debe cierta resolución de algunos poemas en una sexualidad que, aunque intensa, tiene afán de derrotero: hay en ellos una violencia menos contenida que aquella que, aun siendo expresada, no halla un continente suficiente para lo que realmente la desborda. En su “Elegía frente al mar” (pps. 24-29) está dicho, por ejemplo…

No sacudo el árbol para que la desesperación caiga,
para que el fruto ya maduro se pudra entre mis piernas
y el grito surja a romper la calma de la muerte.
No, me quedo sentado a contemplar la noche,
a esperar los fantasmas que pueblan mi vida,
a cerrar las puertas, a clausurar las ventanas.
Me quedo en esta casa de habitaciones vacías.

O en “Canción de primavera” (pps. 20-21), donde dice en directo: “el deseo que nos hace odiar hasta la última parte de nuestro cuerpo”. Es cierto que ese enclaustramiento experimentado 24/7 o indistinguible de la propia vida es, desde luego, una premura característica de singulares temperamentos —que no de todos— en la juventud. (Para quienes no lo sepan, es un libro escrito por su autor mientras cruzaba a nado sus veintes: José Javier Villarreal es de 1959 y Mar del Norte ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 1987: el muchacho** aún no cumplía 30 años). Pero la mirada que me interesa proponer en esta intervención tiene que ver con señalar cierto canto de Mar del Norte como uno recurrente y proferido por el habitante, a la vez común y original —original en su comunidad— de los pueblos erosionados, a partir del último cuarto del siglo XX, por la metropolización. Metropolizar ahora como esa avanzada que despliega en microcélulas locales el proceso titánico de la globalización y su allanamiento. Reparemos en esta palabra tan interesante: allanamiento: volver plano y, a la vez, volver desierto o llano; es decir despoblar, erradicar la calidad de pueblo, y también allanamiento como invadir y usurpar.

Estoy otra vez a merced de tus sirenas y tus gaviotas hambrientas (…)
Has llegado a esta ciudad que no te pertenece,
a este desierto en llamas que nada tiene que ver contigo;
pero si no fuera por estas tardes, por tus visitas nocturnas,
qué dura sería la vida —esta ciudad— que tampoco
a mí me pertenece. (pps. 32-33)

Visto así aquel tópico del artista como extranjero en su propia tierra cobra una dimensión sociológica: o quien canta es alguien esencialmente nómada o uno que se ve expulsado de su propio sitio, pues lo que tenía por suyo ha dejado de existir como tal. Es la angustia de quien pierde su pasado y no puede avistar un porvenir; por eso cada vez nosotros lo comprendemos hoy más. En el poeta de Mar del Norte conviven el viajero y el migrante como (proto) desplazado.

Brujas es el puerto que no existe, la mentira primera
(…) un trozo de madera podrido por el tiempo,
una embarcación fantasma que nadie ha visto,
la maldición que venció al guerrero (p. 22)

Una preclara nostalgia, rabiosa, de haber abandonado ancestralmente algo y la certeza casi palpable de que las cosas alrededor han comenzado a desaparecer en el sitio al que apenas comenzábamos a llamar hogar. Ambas sustracciones no cesarán y ello está dicho de varias formas en el verso. Verbigracia:

Platico con la abuela (…)
Platico con ella frente a una iglesia que todavía existe
De madrugada Tecate es una casa inmensa,
un laberinto, un parque público,
los ojos de un niño, mordido por el miedo, que no me reconocen (p.28)

El pueblo comienza a ser un relato murmurado entre voces amadas que pronto nos dejarán también. Nada volverá a contarse de esa manera, como no pueda volver a verse con tales ojos un pueblo que es sustituido y arrasado en sus particularidades por un proceso de urbanización con manufactura de maquila: a mansalva, impersonal y meramente utilitario. Una intervención que, prometida como progreso, casi siempre solo vuelve a esas poblaciones más desgraciadas de lo que ya antes eran —y parece que estoy respondiendo a un verso de Yeats. Pero dice José Javier:

Mañana irá tu padre a entregar las cajas, y por la tarde,
pasará a Tecate a tomar café con sus amigos.
Y Tecate te gusta porque tiene cine, pero tú no vas al cine.
Tecate te gusta porque tiene restorán, pero tú vas muy poco al Café Oriental.
Tecate te gusta porque tiene salón de baile, pero tú
nunca has bailado. (p. 50)

La pregunta es por qué deseamos efectivamente lo que ni queremos de verdad. Experimentamos esta descoyuntura entre anhelo y sentido, y sólo es en nosotros donde el cisma tiene lugar —ahora estoy parafraseando a Juarroz. O a Villarreal pero “en vano trato de descubrir la perfección de ese cuerpo (…) que desesperadamente busca el rosal hambriento de su muerte” (p. 34). Por supuesto que en aquella imposibilidad para sentir algo entrañable por el territorio, a fuerza de brutalizar sus coordenadas y a quienes lo transitan… está sembrándose la semilla de la violencia. Los lugares hostilizados producen residentes así. Su voz envenenada es síntoma de una afectación precisa, como una alucinación de oasis o ese pretexto de Narciso para hundirse por obra propia.

Porque sucede, a veces, que el cielo no existe,
es sólo un recuerdo, la referencia obligada para el llanto.
Y es entonces cuando la ciudad se vuelve un largo lamento,
una mujer que nos besa el cuello y nos corta el sexo
como un atardecer intenso que no termina nunca.
(p. 19)

En este sentido debo confesar que desde que leí estas páginas laureadas de José Javier presentí en ellas, y particularmente en el Tecate que describe a fuerza de versículos y jaculatorias, algo así como un efecto Circe, y que éste tenía que ver con cierta seducción del futuro peninsular que atraía a los marineros hacia su aislamiento. Pensé en la alienación de quienes residimos en las ciudades donde la naturaleza y el pasado y la identidad son abolidas, como Monterrey; lugares sintéticamente ferales. Y recordé aquel encantamiento de la bruja homérica perteneciente a una plutocracia custodiante del vellocino de oro: un cabrito que encandesce. Su hechizo convertía a los huéspedes en animales salvajes: “cerdos, leones, perros” —aquí parece que estoy recitando un poema de Renato Tinajero a propósito del ambiente de oficina— pero los convertía según la tendencia profunda de su carácter y su naturaleza”. Es decir, despojados de humanidad y de su cultura, eran bestializados —y así Circe los explotaba mejor.

Soy la rabia que da vida a los vencidos,
la sombra que vigila tus pasos y el beso de tus hijas,
la piedra que se interpone entre la noche y el día.
Con miedo caminarás por las calles de tu ciudad,
con miedo acariciarás la espalda de la muchacha,
ésa, que has prostituido con la majestad de tus hábitos.
No habrá cuartel para la vergüenza de tu imperio,
los perros de Florencia desgarrarán las vergas
de tus capitanes amantísimos (p. 83)

En Mar del norte hay una cruel, vívida sensación de despertenencia y esta radica menos en la fiebre jovial de considerar que “la vida está en otra parte”, que en el hecho de que esa misma vida está siendo drenada de donde se vive, robada de ahí como el agua de Tecate —el pueblo— o toda Baja California y la de Nuevo León. Porque en sendos puntos se está produciendo la muerte, lo que ya no va existir: están haciendo que la vida le falte como el agua a nuestro mar del norte: y eso es demasiado.

El salón ha quedado vacío, sólo se oye el viento
entre las hojas,
el canto lejano de las sirenas, y el lamento,
apenas quedo, de los marineros perdidos
(…) bajo un cielo gris
de lluvia y ángeles;
la ciudad se puebla de gente ordinaria, de gritos y extranjeros (P. 92)

Aquilato que es un libro originalmente escrito a mediados de los años 80 y eso refrenda mi creencia en el poeta de veras, si no ya como un prisma donde el oráculo hace dictar el sonido de su tiempo, sí en él como una película sensible, una filmina o lámina su voz en donde se registran con intuición aquellos y estos “microcambios en la densidad del aire” (Aliens, 1986) —un aire que está siendo sustraído o envenenado— y este poeta los aúlla aquí como algo que todas y todos, si queremos, podemos entender.

A manera de coda. El libro abre con un poema que anuncia el día en que finalmente abandonaremos el hogar y cierra con una adenda: la “Oda a Ibn Gabirol”, a propósito del arribo a un nuevo puerto. Pero el poema lamenta una experiencia (re)ciclada.

Hoy esta ciudad se congrega contra tu recuerdo.

Ibn Gabirol, poeta de noches sin luna,
hacedor de la rabia de un pueblo,
en tus desiertos se pierde el canto de los hombres,
la fina geografía de sus pasiones y recuerdos.
Nada ha quedado ya del templo y sus mujeres,
de sus ángeles cubiertos por la ira del deseo.
En esta ciudad hasta el olvido se ha negado a crecer"
(...).
Ibn Gabirol, enfermedad que corrompe los huesos,
que destruye la piel.
En vano la historia pudo ser otra. (p.96)

Se trata pues de la llegada a Monterrey. “En vano la historia pudo ser otra” porque aunque sepamos que el navegante logra llegar a su destino, lo hace llevando a Ítaca a todas partes —según un Cavafis condenado y bendito. Porque la verdadera meta de José Javier nunca fue retornar a aquella isla Jónica, sino convertirse él mismo en Odiseo. En esa mutación algo imprescindible tuvo que ver aquella Circe sublime y atroz y el Mar del Norte que cruzó lo reconoce como tal: lo llama al fin por su nombre.

§

*El libro fue escrito a mediados de los 80, por un autor que entonces andaría en la mitad de sus veintes. La obra ganó en 1987 el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes y, desde entonces, ha tenido varias reimpresiones; la de An.Alfa.Beta es la última a la fecha.
**Este ensayo fue leído durante la Feria Internacional del Libro de Monterrey 2023, el 15 de octubre de ese año: de ahí cierto tono “performático” a propósito de su lectura en público. En la presentación también participó el poeta Renato Tinajero.


BIBLIOGRAFÍA.
Villarreal, José Javier. (2023. Mar del Norte. México: Editorial An.alfa.beta.

Del guion hacia las escrituras performáticas. Por una poética siamés.

*

CREO QUE UN GUION SIN FILMAR está incompleto como guion. El guion lo es(,) en retrospectiva, pienso: lo siento. También, que es una cosa instrumental; una guía en función de o para… que no es por sí mismo —y eso en algo me pesa.

Por otro lado, el que haya guiones sin filmar que podrían ser arte… eso ni lo dudo y hacia donde dirijo mi intervención es a que vislumbremos obras —como guiones— sin filmar que sean por sí mismas arte en su actualidad. Pero supongo que hay algunas condiciones que deben abandonarse para ello y/o crear nuevas posiciones. Antes de abordar tal cosa, apunto otra aclaración: el tema que aquí se discute es muy seguramente uno que ya se ha discutido en un ámbito especializado, entre la propia fauna; pero también quiero creer que en estos Encuentros habemos algunas personas ajenas al hábitat: y hacia ellas también me dirijo, porque quizá estoy más cerca de ser un espectador que alguien nativo del ambiente. Vamos, en el mejor de los casos el guion es una obra de arte que será2; una cosa latente, por venir. Y lo que yo quiero más es una escritura autónoma: independiente.

Los paralelismos que hay entre el guionismo y la dramaturgia son muchos y obvios: y quizá en un principio la diferencia entre uno y otra era clarísima, pero creo que ahora hay un abismo vertiginosamente estrecho entre ambas prácticas: y esa ausencia es la que me interesa aprovechar.

Si la dramaturgia sigue siendo una obra literaria propia aunque no toque una escena, ¿por qué no lo es aún el guion? Creo que el principal ruido estriba en su aspecto técnico: eso formal e imprescindible de la página de guion. Su nítida sobredefinición, la estructura preeminente: la interfaz del guion es un exoesqueleto que lo signa como soporte de algo que sucederá, o tal vez no. Se presenta con esa frágil brutalidad en pos de ser convertido en otra cosa… y esa víspera le juega a la contra como obra propia.

En el caso del teatro hay tantas cosas que se discuten desde hace mucho: por ejemplo, si el teatro depende del texto. Y la respuesta es No —el teatro es el hecho escénico. No depende del texto. El teatro parece depender únicamente de la decisión de un director —estar proyectado por el ánima de un demiurgo— y la presencia de un espectador —contar con una atención voluntaria para la cual se cree.

Me parece oportuno plantearnos estas preguntas porque el teatro y la dramaturgia son disciplinas con algunos siglos de trayectoria; y el cine y el guionismo, con solo un siglo, son a la vez artes cosanguíneas y herederas suyas. En la dramaturgia, ante ciertos fenómenos y situaciones históricas… lxs dramaturgxs han esgrimido respuestas y propuestas; pienso por caso en las denominadas narraturgias o dramativas. Así tienes de pronto textos que, para ser, no necesitan ni de la escena ni del director, y se bastan por sí mismos. Son literatura que, a la vez, podría suceder —si se quiere y se puede— de otra manera; y, si no: no importa: lo siguen siendo. 

En ese sentido: qué significaría tal desarticulación vincular como la supondríamos en las que alguna vez se dio en llamar artes colectivas, es un asunto que cabe dirimir con denuedo en otro momento. Pero mientras y aquí nos vale señalar esas fracturas como posibilidades.

Pues las posibilidades del guion no tienen por qué ceñirse a su “oportunidad” —eso las reduciría a un sesgo asertivo. Sino también a sus crisis, a tales y cuales elementos externos que, o no lo dejan coagular, o mejor: lo hacen transitar efervescente por esas atractivas disolvencias en las que un arte está a punto de pasar a otro estado —pero, en tanto energía, no puede morir. Escrituras liminales y mutantes. Hacer de lo que nos erosiona o nos fragmenta o nos impide, una poética. Trabajar en la falta como un territorio libre.

Entonces, lxs dramaturgxs también producen obras que pueden consumirse y consumarse sin necesidad de la escena. Pienso, por ejemplo, en Negro Animal Tristeza de Anja Hilling (2007), que es a la vez teatro y poesía, literatura, y es hermoso y devastador y sobre todo es una obra de arte propia.  ¿Qué cabe esperar del guion? Otra pregunta que cabe, más adentro: por qué seguir esforzándose por ser dramaturgxs o guionistas: autores que lo serán en vísperas de una dirección que vendrá quizá y quizá no: sólo si es que las posibilidades, menos del texto que de la economía y del circuito, lo permiten.

Quiero moverme hacia un paso tal vez cándido de autonomía y dignidad. Tal vez feroz pero kamikaze, condenado a caer en el bosque donde nadie lo oye. O tal vez destinado a volverse libre. Ahora: una vez entrados en términos vale preguntarnos cuál sería el sentido de que el guion fuere un arte por sí mismo y/o de que quien lo escribe sea artista. Cuál es la necesidad o justificación real, legítima y estética de que haya una manera más (otra) de serlo. ¿Es acaso éste un lenguaje por sí, con su ámbito definido y distinto de otros por isoglosas determinadas y determinantes? De lo que aquí se trata es ambiguo —y así es mejor.

Acaso una de esas necesidades o justificaciones resida en que, efectivamente, eso sucede y que es posible: es, luego, conducente intentarlo por conocimiento, por ganar terreno en la quién sabe cuán insondable mina de las experiencias vitales: ello suele arrojar dividendos substantivos. Es verosímil que lo que apenas dilucido, tanteándolo a ciegas, sea una posibilidad del guion y de quien lo hace: está en sí como potencia. Y, que quede claro: no creo ni de lejos estar descubriendo el hilo negro. Sólo quiero que el hilo, el mismo viejo hilo con que se ha tejido desde siempre lo textual y aun sus consecuencias esa textura plástica que adquiere movimiento en el tiempo y hasta echa diversos modos de sombra— sea un hilo bello y suficiente de apreciarse por sí mismo. (No sé por qué pensé en los hilos de lluvia de Zeus sobre Dánae).

Antes ya he mencionado que las posibilidades también son sus mermas, crisis, de lo que se está leso. Es decir, las posibilidades de que un guion se vaya al olvido son las más, por mucho. La mayoría de los guiones no sucederán porque para eso se necesitan muchas cosas: dinero, para empezar —y ésta (Latinoamérica) es una región con cada vez menos. Es preciso un circuito, relaciones; un equipo afortunado de personas, por ejemplo: hasta simpáticas. Entonces eso, proporcionalmente a todas las veces que se intenta, pasa casi nunca. Las posibilidades del guion son literalmente un milagro.

Pero ese no-acontecer del guion, su no consumación en filme, ¿condena a sus autores a no serlo? La verdad sensible es que sí. Quizá haya que seguir dilucidando y entrando en la materia a punta de interrogaciones hasta fundamentarlo… Fundar el guion en su substancia, o lo que es esencialmente: una escritura performática: como un lenguaje propio. Y en ello su gemela mayor, la dramaturgia, puede reunírsele en un devenir siamés y en el mejor sentido platónico: mítico. Para ello creo que su funcionalidad, su condición instrumental, debe pasar stricto sensu a segundo término: prácticamente a un momento posterior3. A futuro tal vez el guion o la dramaturgia sean sólo la adaptación derivada de una obra primigenia y libérrima, orgánicamente dinámicay en ese rasgo quiero hacer un énfasis particular, pues creo que tal sería el sino clave de estas obras— que no necesita de su puesta para ser, si bien conlleva en sí misma todos los elementos que la vuelven susceptible de un plasmaje fehaciente en el espacio-tiempo. Creo que esto constituiría el primer paso hacia una autonomía, si bien ni alcanzo a vislumbrar todavía que haya otros pasos más.

(Pienso, por ejemplo, en aquel momento en que la pintura —y a su vez, luego, la foto— abandonó su cometido meramente ilustrativo, descriptivo: ahí dejó de importarle esa función a favor de arribar a una poiesis. Lo presiento casi como eso mismo).

Quizá se trata de comenzar a pensar en el formato como una interfaz ya asimilada, dada por supuesto. Que la acción ya contemple o comprima el encabezado: el exterior/noche está dicho por la situación, por mencionar lo obvio. Hacia donde voy es a la creación de textos de carácter performático con un nivel estético autosuficiente y cuya guionización sea, si alguien la quiere, posible —y que ese aspecto meramente técnico pueda o no ser realizado por el mismo autor: como parte, pues, de un proceso así: técnico.

Yo creo que lo que hasta ahora conocemos como guionismo es propiamente un lenguaje. Que hay personas que acaso no tenemos las posibilidades o la capacidad de contar una historia, por ejemplo, con el aliento de una novela o el de un cuento, y sin embargo sí lo hacemos bajo las pautas de la mirada cinematográfica: todas estas elipsis, cortes, duraciones, atención a las texturas, nuestra atracción semiótica… es como nosotrxs nombramos la realización de un mundo, un universo de sentido.

El otro punto, quién sabe si gnoseológico pero irreductiblemente estético, y el cual daría testimonio de la condición propia de quienes nos expresamos en este lenguaje, es que… Creo que después de más de un siglo de cine y fotografía, la mirada es ya una forma de pensar. La cultura le ha otorgando nuevas facultades al sentido.

Por concluir, quiero mencionar que ayer hablaba con mi amigo Ramón López Castro3 de una distopía ambivalente, donde la señalética y el mundo iconografizado ya volvían un tanto prescindible —por lo menos en términos prácticos y en un panorama de supervivencia— por ejemplo, la alfabetización. Esta otra manera de decir-visualizado, de leer fotogramas con una “natural” inmediatez… algo arroja sobre que ya pensamos de otra manera y que las artes han cambiado no sólo el pensamiento, sino el cerebro mismo, al cuerpo y a su manera de conducirse por el mundo. Fue Engels quien en 1876 dejó inconcluso aquel ensayo intitulado El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, donde seguía las consecuencias del pulgar oponible en el proceso de que hayamos desarrollado una inteligencia. La inteligencia al poco acabó por modificar el resto de aquella mano y todo el cuerpo e incluso demasiado el mundo que rodeaba a esa vieja figura encorvada por los siglos faltantes.

El arte sigue posesionándose de esta materia aleada con vísceras y sueños y haciéndonos hablar en lenguas cuyas obras aún no se han empezado a escribir. Es en esas ficciones en las que pienso cuando me planteó las posibilidades del guion y aun en las de su autor para arribar, no a un estadio nuevo, sino al correspondiente en una época que lx asuma y considere también como su portavoz.



1 Parafraseo aquí, claro, a Vicente Huidobro en el “prefacio” a su Altazor (1931).
2 Creo que en esto soy explícitamente propedéutico; supongo que la mayoría de lxs guionistxs comienzan por un borrador, ensayando una escritura todavía libre de las convenciones del formato (encabezados de escena, transiciones, parentéticos, etcétera) que incluso recomiendo. Mi propuesta parecería reducirse a ahondar y perfeccionar ese borrador hasta convertirlo en una obra per se, donde los enunciados, los silencios, las pausas, etcétera, tengan sentido estético propio y que la suma de sus partes acabe por redondear un fenómeno —¿un producto?— estético.
3 El escritor Ramón López Castro también participó en el mismo Encuentro, en una mesa previa.

El virus del oeste del Nilo, de Hugo Valdés. O ante la usurpación de los cuerpos

Puede que yo sea paranoico…
pero eso no impide que ahora mismo esté siendo perseguido

—Adagio punk.

CREO QUE ENTRE LAS VARIAS LÍNEAS que tejen el fluir de este Nilo hay dos directrices. Una es la tocante al tema del libro, en eso digo que El virus del oeste del Nilo (2022) es uno sobre la alienación —y ello comprende a su vez ciertos asuntos más o menos sujetos a aquel, imperativo. La otra, aunque no le está desvinculada, resulta autónoma y corresponde a que esta es una obra donde su autor ensaya sobre el oficio de la literatura, con ella.

Ahora viene todo eso que es darle cuerpo a una narración con descripciones del ambiente, presencia de sonidos, imágenes y demás eventualidades sensoriales que vengan a cuento en la historia y la doten de verismo. Debía usar el lenguaje lo mejor posible; antes que una pieza de ficción, necesitaba un testimonio de fiar. Del otro lado de este episodio sicótico se retuerce, no lo olvidemos, un ser humano que podría demandar una reparación de daños en cualquier momento.
(p. 69)

Por el lado de la alienación y según su lugar en la trama, tal ser humano es la antagonista de esta historia. Pero por el lado estético quien podría exigir una reparación de daños sería el lector exigente, digno. Eso, si el autor fuera otro; pero escribe Hugo Valdés y su Virus es uno sobre el arte de ser escritor. Leemos aquí una experiencia literalmente extendida de metatextualidad, un ars poética operando en tiempo real y, en última instancia, una nouvelle sobre el don que se contrae con la literatura. Por ese compromiso con la gracia es una obra generosa, allende la superficie de su crueldad desternillante; porque es éste el texto más políticamente incorrecto de Valdés y en esa subversión milita con beligerancia; al lado de El virus sus dos obras vidaurristas (2017, 2020) son un Atalaya y un Despertad! de civismo y buenos propósitos: bromeo. Es un libro sobre el ethos escribiente y en obediencia a ese dictado realiza un distanciamiento musical y sangrante de quienes impostan la palabra. De las y los mentirosos de su ser. Ellos predican consigo la alienación en una de las tantas formas en que se ocupa de los cuerpos ahora, como en esa pulsión frívola y nada glamourosa de querer ser escritor o artista cuando no se tiene nada qué decir ni con qué ni para qué.

La escritura, allá arriba, calla; de seguro menosprecia la previsibilidad de mi destino.
(p. 113)

Malicié que su protagonista tendría un fin predecible como primero advirtiera que su tono daba nota de quien rinde declaración, lo reconozco. Fallé al especularlo; el juicio se jugaba en ese orden que separa la literatura como arte de aquello que no lo es. Calculo que es ésta la tercera incidencia en que Valdés escribe una obra para mirar por dentro la escritura y su trabajo, pero siempre lo hace de manera diferente. Él no se repite, se repiten sus obsesiones porque de veras lo son; en un gremio donde el común suele desvivirse por encontrar una causa que lo identifique, estamos ante un autor de pasiones genuinas. Ya en su momento nos sorprendió con una “Paulina Lee” (2016) radicalmente distinta de El crimen de la calle Aramberri (1994, 1997, 2003, 2008, 2013, 2022) en ese punto álgido de su carrera cuando lo fácil hubiera sido traicionarse o traicionarnos: y no pudo. Hugo Valdés debutó con The Monterrey News (1990, 2006, 2013), una gran novela-palimpsesto como la estudió Monter Arauz (2018). Temprano o enseguida incorporó ese afán recursivo a lo lamparoscópico, al traspapelar la relación entre escritura y autor dentro de las páginas desveladas por sus Días de nadie (1992, 2003, 2019) y deliberada o frontalmente en La vocación insular (1999). El virus del oeste del Nilo lo hace esta vez con una textura que fusiona con saña y hazaña esa prosa de musicalidad prístina, en sus capítulos pares: una que da vergüenza llamar “sublime” pero a eso nos obliga; y en los nones con hostilidad, neurosis y esa carcajada resuelta en detonaciones de napalm que no deja títere con cabeza —y no digo “títeres” dioquis. Por ahora puntualizo que ésta sí es la primera obra netamente fársica de este narrador, si bien ya había atisbos de humor cáustico en algunos pasajes de Breve teoría del pecado (2013): obra que, supondría, se cultivó en las mismas jornadas o bajo el mismo vergel que la que hoy nos ocupa. La “Breve teoría” le valió en 2012 el Premio Nuevo León de Literatura y ésta, El virus del oeste del Nilo, es mejor.

Respecto a lo dicho sobre los capítulos pares, preciso: la obra intercala el registro de sus episodios: el primero prosaico, el segundo rayano en lo poético; el tercero cuenta como el inicial, y el cuarto canta de nuevo. Así la combinación contrapuntea simétricamente una prosa cara pero discreta y concreta, con otra que se solaza en la belleza de su ritmo a placer, tan o menos barroco, según se le antoje. Hugo Valdés tiene el oído más fino de nuestros narradores: lo digo con respeto. ¿A poco hay quién narre con esa música entre aquestas coordenadas? Yo no lo conozco. Y creo que para hallarle la talla hay que ir metros lejos de El Panteón: a ultratumba. Bajo esta región norte del cielo de México, la prosa que el regiomontano alcanza en tales capítulos de El virus del oeste del Nilo sólo tiene parentela con la de Jesús Gardea y Daniel Sada —y se habla con ellos, o se canta, de tú a tú. Cuál tres ases; fara fara.

Sólo durante unos minutos se producen apretados racimos de chispas, volátiles, violentas, estallando como cohetes. Después el carbón se consume sin hacer tronadero, dando tiempo a que se aliñe la carne que cubrirá la parrilla.  Oscurece para nosotros bajo la palapa; afuera, el límpido horizonte se prolonga como una invisible banda circular por encima de las casas y de la vegetación en los baldíos que miran hacia el lago. A unos pasos también oscurece: sólo se ven ya las siluetas sueltas, movedizas, de los que nos hallamos cerca del asador, y jirones iluminados de las camisas o rostros cuando alguna llama rebrota con el aire. 
(pp. 25-26)

Esa musicalidad no es jamás preciosista. Valdés se encarga de derribar cualquier tentativa ornamental; aun remata la fragua de diamantes líricos en el aliento de su protagonista narcotizado… con la firma que su digestión secreta o una sugestiva coprolalia: como en la página 64. Nada accesoria, la música de El virus es efectivamente plástica y su tempo proyecta un espacio menos mimético que mutante y, valga la redundancia, en varios sentidos polisémico. Lo narrado no se confunde sino que se difunde —se permea como un moho sensual al otro lado de lo que jura su enunciado— con lo que se escucha de su narrar. En ese desliz sutil por sinestesia gana para varias dimensiones, entre las cuales no deja de entreverarnos con el oído interior —el oído de la lectura— al vértigo alucinado que Leo, su protagonista, vive.

El viento germina tímido entre los árboles cercanos hasta volverse cuantioso. Siento que por el sólo hecho de haberlo notado, fuese en realidad yo mismo quien con la mano esponjara el follaje para escuchar su efecto.
Oíste, dice Leo con tono neutro, sin engancharle a su pregunta ningún signo de interrogación.
Contesto que sí pero comento que no le presté mucha atención.
Por que, me vuelve a decir desabridamente, sin acentuar su pregunta.
(p.55)

Hecho de enunciados anfibios que permutan en distintos niveles, ese viento que germina entre los árboles hasta volverse cuantioso es el timbre de las palabras volviéndose profuso en la imaginación. Yo, Rodrigo Guajardo*, como lector siento que por el sólo hecho de haberlo notado, fuese en realidad yo mismo quien con la mano esponjara el follaje para escuchar su efecto: pero lo azuzo con mi atención ante ese deslumbramiento háptico que la lectura tupe de signos. Simultáneamente la oración es un testimonio firmado: la exhibición confesa de un acto tan solitario pero gozoso —la escritura— de lo que su autor experimenta al encender el lenguaje como lo hace. Programa ese veneno verbal para estallar pensamiento adentro y casi sin que lo advirtamos, inocula una enfermedad silenciosa por la que de repente nos vemos poseídos, mientras creemos —y es verdad— que no nos hemos dejado de divertir. Así la obra no deja de tratarse a la vez de la literatura en el mejor sentido y de la alienación en el más lamentable. (En un descuido hasta te sientes novelista porque la lees). Lo mejor y lo perverso es que no lo parece: pues cumple con lo que promete. Si bajas la guardia, te vas con la finta; supondrás que se trata de un mero divertimento. Y en ese caso —lástima y lastima— el divertimento como lector serías tú.

Me conformo entonces con la escena inmediata que discurre fuera de la ventana. Ahora yo soy el que creo que nací para escribir, porque no he dejado de untar suavemente los dedos al teclado como si le pudiera hacer cosquillas a la panza tersa del agua. Estoy satisfecho por el lenguaje que convoco: me agrada su rumor, el suave crotaleo de las palabras ensartadas en frases que, parece, suenan igual que las cuentas de un ábaco. Por la palabra, en ella y mediante ella, viene el entendimiento de las cosas y las leyes del hombre; por su contacto diario refrendo esa verdad tan triste que ejemplifico, lejos de mi familia y de mi casa: los solitarios contamos con mucho tiempo. Desde aquí, a salvo del exterior, me dejo atraer por el alto punto focal que conforman las cuatro palmeras que se apostan tras la piscina. Vuelvo a aquello que descubrí en días pasados, cuando advertí su omnipresencia en esta ciudad: no sirven para gran cosa, a duras penas dan sombra de pequeñas y al crecer niegan la tierra en la que anidan y medran. Sólo viven para sí, malagradecidas y solipsistas, y simulan sostener el cielo para presumir un beneficio. También he creído que buscan que alguien se ocupe como yo de mirarlas. De hecho, es mejor para mí observar toda suerte de objetos en lugar de medir la vista con los otros. Desde hace tiempo procuro no ver a nadie directamente a los ojos porque termino por adivinar cuanto hay en su interior, como si eso me importara.
(pps. 99-100)

Las palmeras son el arte y quienes lo escriben. Y esto es literatura de autor.

La novela nos involucra en vivo, atrayéndonos con sus hechos pero mucho con su huella sonora; reverbera y la sigues, y entras. Es una prosa matérica en respaldo de una posición así, casi materialista, donde al universo reducido a su fisicidad estricta deviene contiguo el vacío: la única forma posible de un Espíritu tan necesario como hecho de ausencia —una falta que dura. Algo así se trasluce en un párrafo de la página 90:

Ahora tengo demasiada conciencia de este espacio, al punto de quedarme ya pequeño. Ignoro si ello es lo que me impulsa hacia una de las orillas para desentrañar algo tan inútil como la composición de la maleza que se alza después del agua, de todo este abismo insomne…

O en la 110:

estaba ahora en un coso alto y compacto frente a un grupo de hombres que desconocía y de entre los que apareció mi jefe inmediato sujetando con calma un caballo. Todos le abrieron paso para que me tendiese las riendas de aquel animal que monté de un salto. Luego recularon despacio, observando con esperanza y ternura mientras me dirigía hacia las paredes del coso para iniciar una cabalgata circular, siempre más amplia, que con su velocidad derribaba muros e iba desplazando a los hombres que me rodearon poco antes y en los que reconocí, hasta ese momento, a los colegas de la oficina. Más veloz cada vez, la cabalgata le era fiel a una espiral expansiva con la que me proponía ir más allá de los límites oscuros e inapresables que aguardaban allende el coso —detrás, arriba o debajo de ellos—, en una carrera de vértigo fuera de la cual parecía haber nada.

Este desamparo no sé si óntico o secular condena a criaturas soeces a huir de su ausencia, en pos de algo cuyo avistamiento resulta impedido o parchado por la anodina investidura del “jefe inmediato”. Alguien sin rostro ni nombre, impresentable, y a quien sin embargo un protagonista tan perspicaz como pernicioso le reza. “Antes de llegar estuve tentado en ir a la oficina para contarle a mi jefe el sueño de anoche, acorde al cual tenía su anuencia para hacer lo que quisiera con la vida de mi ex empleada” (p.117).

Un ánima aspiracional mistifica esa intrascendencia que apenas sobrevive en un ecosistema de analfabetismo espiritual y con el cebo continuo de integrarse al siguiente escalafón en una economía de prestigio, tan deleznable: de la que nadie con consciencia de qué significa desearía ser parte. (Hablamos, igual, de la obsesión por ser reconocidos como derechohabientes de una comunidad letrada). El virus del oeste del Nilo es, luego, la anatomía visceral del godinato en esta sociedad desclasada entre montañas cuya desaparición invisibilizó el aire sucio y bajo la cuadrícula triste que replican hacia casi todas las coordenadas de este valle los pobres de los suburbios. Esta ralea de 8 a 6 que llega tras horas de retraso a dormir con los pulmones a diario lesos, sostiene con su microviolencia caníbal el status quo de quienes sí lo tienen. Y si estas fojas intoxicadas lo acaban documentando es porque la literatura, cuando lo es, siempre se trata realmente de otra cosa: y no de la que cuenta su trama.

Al cabo este marxista de clóset que es Hugo Valdés no deja de exponer, despejado por el escarnio, el sustrato de la cuestión: por qué la pobreza destruye las posibilidades del ser y quiénes son los dueños o beneficiarios de este “sistema de cosas” —tal es el eufemismo que usan los Testigos de Jehová para referirse a un mundo que resulta procaz nombrar directamente. Si no hay Infierno: por qué la pobreza no es mera condición sino además un instrumento de abolición del Espíritu: y lo hace de forma tan atroz, contundente, que se enseñorea hasta de nuestros sueños: volviéndolos baladíes, mezquinos o simplemente ridículos. Como para que a nadie le importe —y mejor apresuremos el fin.

Las voces rompen sin embargo esta calma sublunar. Llaman apenas la atención, pero a poco, con su resonancia, forman una suerte de escenario, semiabierto y medianamente iluminado, en el que hablamos y reímos. Los lugares se vuelven profundos, como si todos fuésemos muy pequeños o el espacio no fuera una demarcación de límites, sino una extensión del espíritu. 
(p. 76)

Entonces, las voces… por las echadas a perder, la que aquí da expresión a títeres que el mal uso desvencijó. Ante este drama sin un espectador que lo aquilate, Hugo Valdés ocupa con literatura el lugar vacante. “Un escenario (…)  en el que hablamos y reímos” y por cuya resonancia vital “los lugares se vuelven profundos”: incluso aquellos nefandos que abatieran la injusticia y su brutalidad. Esta existencia ya apenas (re)cobra dimensión humana por facultad del arte; es un rincón de edición limitada, el de la creación, que abandonamos. Hemos excavado sobre la nada con la palabra: y ese acto provocador de dimensiones se parece al labrado prolijo de una tumba —queremos erigir una Muerte propia, no que nos acaben. Claro: no es facultad de las obras librarnos de esta calidad minoritaria y menguante: incluso de modo paradójico ellas catalizan una singular susceptibilidad para efervescer, y es maravilloso: quién no quiere saber lo que se siente. Seguimos estando solos en el universo, pero en su representación —la del arte— ya no sólo estamos aquí. Pasamos por esta región y ante la impronta de un sol accidental pero certero, a veces conseguimos esculpir después nuestro, en lugar de sombra, el sentido de la lucha.

Las palmeras, ya lo dije, detienen el vidrio del cielo. Tras de él, las nubes presentan bajo diversas formas la escritura cifrada del día: un denso pentagrama que historia el destino de los hombres en la Tierra. Lo más cierto entonces es lo que noticia el firmamento, algo fijo e inapelable; lo que pasa debajo suyo es mudable, veleidoso, como la vida de cualquier hombre en cualquier época. La mujer de la tumbona peina con el pulgar el filo del libro que a ratos lee, como si le sacudiera una mota de polvo.
(p. 112)

§

*UNA VERSIÓN previa de ensayo fue leída durante la Feria Universitaria del Libro UANLeer 2023, el 19 de marzo de ese año: de ahí cierto tono “performático” a propósito de su lectura en público.En la presentación también participó la escritora María de Alva.


BIBLIOGRAFÍA referida —para sintetizar se datan sólo las primeras ediciones.

Monter Arauz, L.M. (2018). La ciudad como palimpsesto en The Monterrey News de Hugo Valdés. [Tesina de Especialización]. Ciudad de México: Universidad Autónoma Metropolitana.
Valdés, H. (1990). The Monterrey News. México: Grijalbo.
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Monterrey 24. Entropía y maximización

Hace unos años fui invitado por el escritor Luis Felipe Lomelí a prologar el libro Monterrey 24 (UANL, 2018), que presentaba la buena idea de invitar a veinticuatro escritorxs del noreste a narrar, en su visión, alguna de las tantas horas del día. Por cuestiones académicas, recientemente volví al texto, permitiéndome hacer apenas cambios muy ligeros en la redacción y, los mayores, en la revisión y actualización de las fuentes en que sustentaba los “datos duros” de este ensayo —la mayoría concentrados en el cuarto párrafo; las añadidas son las fuentes posteriores a 2018. Creo que a la sombra de los acontecimientos actuales en el área metropolitana de Monterrey, los que continúan sucediendo de los entonces señalados y los eventos que se han sumado en muy poco tiempo, el texto cobra otra relevancia y gana alguna nueva y malagüerada vigencia. Sobre todo ahí donde señalé la cuestión de los múltiples hypes que concurrían simultáneamente en este mismo espacio georreferenciado y a los que identifica el signo común —aunque fragmentario— de su maximización. Siento que esa reunión de intensidades es una efigie de la gran colisión: ojalá esté equivocado.

CRUZO LAS PÁGINAS IGUAL QUE UNA MANECILLA LOS SEGUNDOS y leo por esa impronta en que, literalmente, la luz recorre la sombra sobre las aceras, dobla las esquinas y toca las puertas. En algún punto he salido a mirar a las personas por la calle: pienso que viven como las palabras en la página. Sé que cargan muchas más palabras consigo de aquella con la que están hechos y que, si por un momento fuera posible expresar a la vez cada una de sus historias, la ciudad sería insuficiente y su materia estallaría ante el puro sonido de todas juntas.

Monterrey 24 es una esquirla generosa de esa potencia; sostenemos el rayido de su ráfaga, y aun lo abrimos para atisbar su naturaleza visceral y rauda. En cierta proporción surcamos así de rápido la ciudad y también nuestro paso y pasado por ella continúan silbando sin nuestros nombres en el lugar que dejamos para que ocupen los demás. Así arribamos alguna vez con el impulso todavía que arrojaron quienes nos precedieron, como tras ese viento que dejan los tráileres en carretera —llano y vía a la civilización. Qué hay de esa ánima precursora y de naturaleza (por lo menos) doble: otra capital orgullosa, a un grado casi chauvinista, de su estatus regio y nutrida en su mayoría por migrantes o hijos o nietos de migrantes, y una periferia casi netamente nuevoleonesa —lo que eso signifique— abandonada a su suerte por el centralismo regiomontano: a imagen y semejanza del que la Ciudad de México ejerce con el resto del país. Al punto estamos hablando de una casta ambivalente que apremia más imaginación; esta estirpe forjada en la crisis (también en la de nuestro clima mutante), a la que sostener y perpetrar cuesta arrojo y esfuerzo, a veces uno que mortifica. El desierto mentado, y el mentido, es el de esta identidad.

Como si el espacio fuera una cosa que se jalara o acarréase de un lado contra otro, pero no eso abundante por doquier, Monterrey va y viene según el tráfico y la índole de sus poderes y aquellas taras suyas en disputa. Los cinturones de miseria ganan grosor a costa de refundirse en su arraigo y perder todavía consistencia: atomización en vivo de una bomba de tiempo que hace rato explotó. Crece la distancia ante la altura hegemónica y reducida hasta el punto idóneo de lo cuasi-invisible desde aquí, pero hiperdenso, inexpugnable y con una violencia de influjo descomunal en una metrópoli donde la clase media comienza velozmente a desaparecer. Atestiguan ese blur los relatos de estas prosas en que se traspapelan marginales con el mismo rostro barrido y herederos de la lumpenburguesía post ochentera, ex júniors de look fluorescente y peinados crepé destinados a refrendar sus orígenes pronto, con su descendencia, ante el ascenso triunfante del narco y su (re)infiltraje a las fuentes de poder de las cuales fue un vástago bastardo. (Droga como metacapitalismo: el circuito se mantiene cerrado). Así, no es casualidad que en las historias se repitan como trauma o loop, ritmo con glitches: las desapariciones1, ausencia que llama de vuelta o la más dolorosa especulación, y la figura de la empleada doméstica2, testigo silencioso y familiar lleno de secretos, como bisagra y paradigma frágil pero sustentante de uno y otro estrato.

Los nuevoleoneses vivimos bajo ésta o la otra a carga que nos repele, a la que cumplimos con repeler y cuya caricatura es la hostilidad enamorada que mantienen sendos equipos locales: amasiato que también frecuenta varias de estas prosas y consuelo que hace pensar (orden constante desde los telediarios) que lo mejor que nos divide es un juego. Ese juego es tomado por la gran mayoría de sus habitantes con una seriedad absoluta, sobre todo si se le compara con la que dedican a la política que ha hecho de mi estado, recientemente y a la vez, uno de los más violentos de México (González, 2017) y el que detenta los mayores índices de migración (García, 2016), el del primer lugar en accidentes viales (Cubero, 2017; Del Toro, 2021) y la sede de la favela más grande de toda Latinoamérica (Flores, 2013). El estado que durante siete años consecutivos ha sido el máximo desarrollador inmobiliario en el país (Expansión, 2020) tiene una capital que, según cifras de la Conapred, se hizo con el primer puesto como la ciudad más discriminativa de la República (Petersen Farah, 2011) y, poco después, se reiteró como la más intolerante ante personas indígenas y homosexuales (Ochoa, 2014); la que ostenta el “Primer lugar en casos de obesidad en México” (2015) y el mismo podio en consumo de fast food (UANL, 2015); la ciudad más cara de este país (Castillo, 2017) y la más contaminada (Anguiano, 2018) pero, también, la misma en cuya área metropolitana se ubicó hace poco el “municipio mexicano más feliz” (Campos Garza, 2013). Nuevo León reinicide como una entidad con la más alta deuda pública del país (Grupo legislativo, 2013; Pérez Valtierra, 2018; Gómez, 2021) y, mientras, ha tenido cinco entidades en el top ten nacional de ultracrecimiento (Reyes, 2016) —Pesquería, una de ellas, con una tasa del 318 por ciento en tan sólo un lustro–, fue escenario del Fórum Universal de las Culturas en 2007 en el mismo año de arranque de la Guerra del Narco (Pardos Veiras & Arredondo, 2021), y desde entonces también ha ocupado los puestos principales en el competido ranking nacional de la barbarie. La mayor masacre contra inocentes en México de los últimos años se dio aquí con las 52 personas asesinadas en el Casino Royale (El País, 2011), y lo ha hecho en tres ocasiones (una mayor a cada previa) en cárceles por los 44 reos asesinados del penal de Apodaca (Garza, 2012), los 49 asesinados del penal de Topo Chico (Martínez Ahrens, 2016), y los más de 50 asesinados del penal de Cadereyta (Campos Garza, 2017), municipio donde apenas cinco años antes tuvo lugar una de las más hórridas ejecuciones de migrantes: 49 torsos colocados como instalación de arte-horror en la cabecera de San Juan (La Jornada, 2012). Al mismo tiempo, y quizá respondiendo por eso, Nuevo León es el estado que posee tres de los cinco municipios (Palma, 2021) más ricos de México y el primer lugar en generación de empleos formales (Herrera, 2021). Así, estamos en el sitio oportuno para que sucedan las cosas: un lugar ideal para vivir y en el que resulta más accesible hacerse de la muerte. 

Sí, esta ralea apremia más imaginación. La distancia social y el hype ensanchan las arterias regiomontanas a expensas de un río seco que sólo colma el huracán; vivimos para mantener una polaridad y un extremo por los que no sabemos si vale la pena morir, pero empeñamos los días en ello. Aquí hay 24 horas ejemplares: ojalá que para vislumbrar una respuesta al panorama que dejan elucidar o, mejor, para plantear las preguntas vitalmente conducentes, exista también esta literatura.

El saldo para este lector es una colección de relatos cuya mayoría demuestra la preeminencia obscena de la ciudad para determinar casi el destino de sus pobladores; con acaso breves o escuetas opciones que faculten el camino a un protagonismo del personaje (el individuo o, aún menos, la comunidad) incapaz de ejercer las riendas de su libertad y deseo para volcar la ciudad a favor suyo.

Salvo por aquellos textos con una vena ostensiblemente cómica, ligera (“Toda la ciudad es nuestra culpa” de Armando Alanís, y “Volkswagen rojo” de Priscila Palomares, por mencionar dos), nuestros personajes se ven reducidos por la sombra sin limar de una arquitectura brutalista que coarta casi todas sus dimensiones. Aunque ni el humor las exima de su sigilosa y contundente podredumbre (“El negro está rabioso” de Alejandro Vázquez Ortiz) o justamente acabe por exponerlas en su insolada desolación (“Hora del Angelus” de Daniel Salinas Basave).

Monterrey es territorio de un agón desproporcionado no sólo por esa glorificación deliberada del esfuerzo —fijación por aquello que nos desgasta, fetiche en la fricción, pasión al umbral de resolana—, sino por la obscenamente velada situación de guerra que la configura desde hace más de una década y determina las maneras de habitar la ciudad y evitarla. En este libro, las de contarla y descallar no sólo los asesinatos que desde hace más de una década multiplican sus números rojos y deslavan manchas de las banquetas, sino de aquellos venenos de naturaleza más inefable que han hecho simbiosis con nuestra idiosincrasia: la sumisión cómoda y cómplice, la doble moral y el aspiracionalismo porno de los desclasados que constituimos el núcleo regio.

Bajo esa alianza acaba por confirmarse, en retrospectiva pero definitivamente, aquel olfato de profeta crudo con que Joaquín Hurtado —presente en estas páginas— documentó el fin del siglo ido y el creciente “lado oscuro” que la sociedad regia se negaba a ver: pero en el que parte de ella se solazaba y al que eran expelidos los desgraciados por sistema. También, la intuición de una novela finisecular y capital como El crimen de la calle Aramberri (Valdés,1994) para poner la mira en nuestro pasado como fundación en el delito (feminicida) ante el arribo del milenio nuevo y noir por venir. Literatura que responde por alguna x u otra y de las coordenadas donde estamos. Si, por esas otras en que algo falta “logra ver el esqueleto de un edificio a medio erigir donde antes estuvo otra cosa que ya no recuerda pero que en algún momento seguramente le fue familiar”3, bienvenido: está usted en Monterrey 24.



1 El libro comienza con la que cuenta Diego Enrique Osorno y, el día, con la que cuenta Eduardo Antonio Parra.
2 Presente en el relato de Gabriela Riveros, protagónicamente, y con más o menor sutileza reiterado como un personaje de fondo común a varias de estas prosas.
3 Fragmento de “Saldo blanco”, de Elsa M. Treviño.


BIBLIOGRAFÍA


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