CREO QUE LA SENSACIÓN predominante a través de Mar del norte (2023) es la de hallarse encerrado en la tierra natal, la del joven* encadenado al aire libre, menos residente que preso en un territorio varado a la intemperie, y sin embargo vedado —o sentido así— para arribar desde ahí a un destino propio. A un lugar más allá de esas coordenadas-límite que menguan con el tiempo y hacia el interior: un sitio del que se ha sustraído la utopía. Estas fronteras antropófagas que se hacen tierra adentro son un avance en la batalla para ganancia del océano y en detrimento del aedo que las vive y padece como la arena —pues el de la juventud es un cuerpo hecho de eso dorado que se pierde ante el oleaje.
En mañanas como ésta
en que el amanecer no significa gran cosa
tu cuerpo invade mi cuerpo como la marea cansada
de mojar la misma piedra.
(p. 29)
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En esta obra fundacional de Villarreal aún se sobreponen a su efigie algunas figuras míticas: la más explícita y mencionada a propósito de Mar del norte e incluso de José Javier es la de Odiseo. Respecto al arte de expediciones, naufragios y retornos de nuestro poeta de provincia jónica hay un texto lúcido y puntual del poeta Jorge Ortega; pero en el libro que nos ocupa alcanzan a siluetearse sobre el de Tecate, como tentativas, otros perfiles:
1) la sombra de Prometeo —a quien le debe el encadenamiento extramuros que aludí—;
2) la de una suerte de Tántalo entre dos orillas raudas: de dónde viene y a dónde va: direcciones que escapan al avistamiento del joven —cfr. al respecto un verso de “Rosarito-Tijuana”: esta tierra de sargazos que aparece y desaparece (p.36);
3) y la pasión costeña de una Andrómeda pulida hasta los huesos por lenguas de espuma cuya frecuencia acaba volviéndolas una forma lasciva del tedio —como ya lo oímos en mañana como ésta. (Una nota ajena, a propósito: según atestigua Ovidio, Perseo le dice a la princesa : “No mereces llevar estas cadenas, sino las que aprisionan a los amantes llenos de deseo”: en este José Javier incluso esas son unas cadenas inmóviles por la corrosión de su fardo).
A tal asedio literalmente incorporado —en algún verso José Javier habla de un “Horizonte cercenado” (p. 68), una descorporización brutal del punto de fuga y que recuerda a Huidobro— creo que también se debe cierta resolución de algunos poemas en una sexualidad que, aunque intensa, tiene afán de derrotero: hay en ellos una violencia menos contenida que aquella que, aun siendo expresada, no halla un continente suficiente para lo que realmente la desborda. En su “Elegía frente al mar” (pps. 24-29) está dicho, por ejemplo…
No sacudo el árbol para que la desesperación caiga,
para que el fruto ya maduro se pudra entre mis piernas
y el grito surja a romper la calma de la muerte.
No, me quedo sentado a contemplar la noche,
a esperar los fantasmas que pueblan mi vida,
a cerrar las puertas, a clausurar las ventanas.
Me quedo en esta casa de habitaciones vacías.
O en “Canción de primavera” (pps. 20-21), donde dice en directo: “el deseo que nos hace odiar hasta la última parte de nuestro cuerpo”. Es cierto que ese enclaustramiento experimentado 24/7 o indistinguible de la propia vida es, desde luego, una premura característica de singulares temperamentos —que no de todos— en la juventud. (Para quienes no lo sepan, es un libro escrito por su autor mientras cruzaba a nado sus veintes: José Javier Villarreal es de 1959 y Mar del Norte ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 1987: el muchacho** aún no cumplía 30 años). Pero la mirada que me interesa proponer en esta intervención tiene que ver con señalar cierto canto de Mar del Norte como uno recurrente y proferido por el habitante, a la vez común y original —original en su comunidad— de los pueblos erosionados, a partir del último cuarto del siglo XX, por la metropolización. Metropolizar ahora como esa avanzada que despliega en microcélulas locales el proceso titánico de la globalización y su allanamiento. Reparemos en esta palabra tan interesante: allanamiento: volver plano y, a la vez, volver desierto o llano; es decir despoblar, erradicar la calidad de pueblo, y también allanamiento como invadir y usurpar.
Estoy otra vez a merced de tus sirenas y tus gaviotas hambrientas (…)
Has llegado a esta ciudad que no te pertenece,
a este desierto en llamas que nada tiene que ver contigo;
pero si no fuera por estas tardes, por tus visitas nocturnas,
qué dura sería la vida —esta ciudad— que tampoco
a mí me pertenece. (pps. 32-33)
Visto así aquel tópico del artista como extranjero en su propia tierra cobra una dimensión sociológica: o quien canta es alguien esencialmente nómada o uno que se ve expulsado de su propio sitio, pues lo que tenía por suyo ha dejado de existir como tal. Es la angustia de quien pierde su pasado y no puede avistar un porvenir; por eso cada vez nosotros lo comprendemos hoy más. En el poeta de Mar del Norte conviven el viajero y el migrante como (proto) desplazado.
Brujas es el puerto que no existe, la mentira primera
(…) un trozo de madera podrido por el tiempo,
una embarcación fantasma que nadie ha visto,
la maldición que venció al guerrero (p. 22)
Una preclara nostalgia, rabiosa, de haber abandonado ancestralmente algo y la certeza casi palpable de que las cosas alrededor han comenzado a desaparecer en el sitio al que apenas comenzábamos a llamar hogar. Ambas sustracciones no cesarán y ello está dicho de varias formas en el verso. Verbigracia:
Platico con la abuela (…)
Platico con ella frente a una iglesia que todavía existe
De madrugada Tecate es una casa inmensa,
un laberinto, un parque público,
los ojos de un niño, mordido por el miedo, que no me reconocen (p.28)
El pueblo comienza a ser un relato murmurado entre voces amadas que pronto nos dejarán también. Nada volverá a contarse de esa manera, como no pueda volver a verse con tales ojos un pueblo que es sustituido y arrasado en sus particularidades por un proceso de urbanización con manufactura de maquila: a mansalva, impersonal y meramente utilitario. Una intervención que, prometida como progreso, casi siempre solo vuelve a esas poblaciones más desgraciadas de lo que ya antes eran —y parece que estoy respondiendo a un verso de Yeats. Pero dice José Javier:
Mañana irá tu padre a entregar las cajas, y por la tarde,
pasará a Tecate a tomar café con sus amigos.
Y Tecate te gusta porque tiene cine, pero tú no vas al cine.
Tecate te gusta porque tiene restorán, pero tú vas muy poco al Café Oriental.
Tecate te gusta porque tiene salón de baile, pero tú
nunca has bailado. (p. 50)
La pregunta es por qué deseamos efectivamente lo que ni queremos de verdad. Experimentamos esta descoyuntura entre anhelo y sentido, y sólo es en nosotros donde el cisma tiene lugar —ahora estoy parafraseando a Juarroz. O a Villarreal pero “en vano trato de descubrir la perfección de ese cuerpo (…) que desesperadamente busca el rosal hambriento de su muerte” (p. 34). Por supuesto que en aquella imposibilidad para sentir algo entrañable por el territorio, a fuerza de brutalizar sus coordenadas y a quienes lo transitan… está sembrándose la semilla de la violencia. Los lugares hostilizados producen residentes así. Su voz envenenada es síntoma de una afectación precisa, como una alucinación de oasis o ese pretexto de Narciso para hundirse por obra propia.
Porque sucede, a veces, que el cielo no existe,
es sólo un recuerdo, la referencia obligada para el llanto.
Y es entonces cuando la ciudad se vuelve un largo lamento,
una mujer que nos besa el cuello y nos corta el sexo
como un atardecer intenso que no termina nunca.
(p. 19)
En este sentido debo confesar que desde que leí estas páginas laureadas de José Javier presentí en ellas, y particularmente en el Tecate que describe a fuerza de versículos y jaculatorias, algo así como un efecto Circe, y que éste tenía que ver con cierta seducción del futuro peninsular que atraía a los marineros hacia su aislamiento. Pensé en la alienación de quienes residimos en las ciudades donde la naturaleza y el pasado y la identidad son abolidas, como Monterrey; lugares sintéticamente ferales. Y recordé aquel encantamiento de la bruja homérica perteneciente a una plutocracia custodiante del vellocino de oro: un cabrito que encandesce. Su hechizo convertía a los huéspedes en animales salvajes: “cerdos, leones, perros” —aquí parece que estoy recitando un poema de Renato Tinajero a propósito del ambiente de oficina— pero los convertía según la tendencia profunda de su carácter y su naturaleza”. Es decir, despojados de humanidad y de su cultura, eran bestializados —y así Circe los explotaba mejor.
Soy la rabia que da vida a los vencidos,
la sombra que vigila tus pasos y el beso de tus hijas,
la piedra que se interpone entre la noche y el día.
Con miedo caminarás por las calles de tu ciudad,
con miedo acariciarás la espalda de la muchacha,
ésa, que has prostituido con la majestad de tus hábitos.
No habrá cuartel para la vergüenza de tu imperio,
los perros de Florencia desgarrarán las vergas
de tus capitanes amantísimos (p. 83)
En Mar del norte hay una cruel, vívida sensación de despertenencia y esta radica menos en la fiebre jovial de considerar que “la vida está en otra parte”, que en el hecho de que esa misma vida está siendo drenada de donde se vive, robada de ahí como el agua de Tecate —el pueblo— o toda Baja California y la de Nuevo León. Porque en sendos puntos se está produciendo la muerte, lo que ya no va existir: están haciendo que la vida le falte como el agua a nuestro mar del norte: y eso es demasiado.
El salón ha quedado vacío, sólo se oye el viento
entre las hojas,
el canto lejano de las sirenas, y el lamento,
apenas quedo, de los marineros perdidos
(…) bajo un cielo gris
de lluvia y ángeles;
la ciudad se puebla de gente ordinaria, de gritos y extranjeros (P. 92)
Aquilato que es un libro originalmente escrito a mediados de los años 80 y eso refrenda mi creencia en el poeta de veras, si no ya como un prisma donde el oráculo hace dictar el sonido de su tiempo, sí en él como una película sensible, una filmina o lámina su voz en donde se registran con intuición aquellos y estos “microcambios en la densidad del aire” (Aliens, 1986) —un aire que está siendo sustraído o envenenado— y este poeta los aúlla aquí como algo que todas y todos, si queremos, podemos entender.
A manera de coda. El libro abre con un poema que anuncia el día en que finalmente abandonaremos el hogar y cierra con una adenda: la “Oda a Ibn Gabirol”, a propósito del arribo a un nuevo puerto. Pero el poema lamenta una experiencia (re)ciclada.
Hoy esta ciudad se congrega contra tu recuerdo.
Ibn Gabirol, poeta de noches sin luna,
hacedor de la rabia de un pueblo,
en tus desiertos se pierde el canto de los hombres,
la fina geografía de sus pasiones y recuerdos.
Nada ha quedado ya del templo y sus mujeres,
de sus ángeles cubiertos por la ira del deseo.
En esta ciudad hasta el olvido se ha negado a crecer"
(...).
Ibn Gabirol, enfermedad que corrompe los huesos,
que destruye la piel.
En vano la historia pudo ser otra. (p.96)
Se trata pues de la llegada a Monterrey. “En vano la historia pudo ser otra” porque aunque sepamos que el navegante logra llegar a su destino, lo hace llevando a Ítaca a todas partes —según un Cavafis condenado y bendito. Porque la verdadera meta de José Javier nunca fue retornar a aquella isla Jónica, sino convertirse él mismo en Odiseo. En esa mutación algo imprescindible tuvo que ver aquella Circe sublime y atroz y el Mar del Norte que cruzó lo reconoce como tal: lo llama al fin por su nombre.
§
*El libro fue escrito a mediados de los 80, por un autor que entonces andaría en la mitad de sus veintes. La obra ganó en 1987 el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes y, desde entonces, ha tenido varias reimpresiones; la de An.Alfa.Beta es la última a la fecha.
**Este ensayo fue leído durante la Feria Internacional del Libro de Monterrey 2023, el 15 de octubre de ese año: de ahí cierto tono “performático” a propósito de su lectura en público. En la presentación también participó el poeta Renato Tinajero.
BIBLIOGRAFÍA.
Villarreal, José Javier. (2023. Mar del Norte. México: Editorial An.alfa.beta.